_____________________________________________________
Exquisitos mendrugos de una estéril comarca
se abisman a los ojos, culos de taza,
escupiendo el polen del universo.
¿Quién morirá y será merecedor
de ese cobijo?
Siglos sobre siglos caminando entre ruinas,
siglos sobre siglos a las puertas
de esta voluptuosa nada.
En la ceremonia se derramarán soles, dientes,
senos de visco bamboleo,
de ardorosa leches mullidos.
Una larga hilera de carros negros,
de negros carros gruñendo
con ánimo de funeral.
Trincheras vagabundas, abrigando
la más sensible de las fibras
hasta llevarla al olvido,
fonación de lo inerte que aun erige
estupefacción y asilo... esterilidad.
Las calles atestadas de muertos, infectadas de mutilaciones,
huérfanos de sentido, pasión, padecimiento,
complejos incomprensibles
destinados al movimiento compulsivo,
al rechinar de hierros y muelas,
hermanos de la fatalidad
y el desasosiego.
¡Alto!
¿Quién soportará la total inmovilidad
sólo un instante?
La muerte luce en todas las pieles,
sonrisa sin dientes, manos yertas.
Se luce en las resplandecientes heces de lo ingrato,
en las articulaciones de los aurigas insomnes,
en el vientre lánguido de los árboles,
en la arrogante convulsión
de la ignorancia pretendida arte;
en las huellas inasibles y en los dedos que agrietan
los rostro, en los techos sangrientos
y en los amortajados, en las narices pélvicas
y en la nerviosa sedición
de besos antropófagos y caricias como dagas;
en los filos estéticos y en las planicies tácitas,
en los huecos pertrechos y en las entrepiernas causticas,
en el ojo que observa desde la oscuridad,
detenido en medio de esta voluptuosa nada.
Fotografía - Texto: Diego L. Monachelli
Exquisitos mendrugos de una estéril comarca
se abisman a los ojos, culos de taza,
escupiendo el polen del universo.
¿Quién morirá y será merecedor
de ese cobijo?
Siglos sobre siglos caminando entre ruinas,
siglos sobre siglos a las puertas
de esta voluptuosa nada.
En la ceremonia se derramarán soles, dientes,
senos de visco bamboleo,
de ardorosa leches mullidos.
Una larga hilera de carros negros,
de negros carros gruñendo
con ánimo de funeral.
Trincheras vagabundas, abrigando
la más sensible de las fibras
hasta llevarla al olvido,
fonación de lo inerte que aun erige
estupefacción y asilo... esterilidad.
Las calles atestadas de muertos, infectadas de mutilaciones,
huérfanos de sentido, pasión, padecimiento,
complejos incomprensibles
destinados al movimiento compulsivo,
al rechinar de hierros y muelas,
hermanos de la fatalidad
y el desasosiego.
¡Alto!
¿Quién soportará la total inmovilidad
sólo un instante?
La muerte luce en todas las pieles,
sonrisa sin dientes, manos yertas.
Se luce en las resplandecientes heces de lo ingrato,
en las articulaciones de los aurigas insomnes,
en el vientre lánguido de los árboles,
en la arrogante convulsión
de la ignorancia pretendida arte;
en las huellas inasibles y en los dedos que agrietan
los rostro, en los techos sangrientos
y en los amortajados, en las narices pélvicas
y en la nerviosa sedición
de besos antropófagos y caricias como dagas;
en los filos estéticos y en las planicies tácitas,
en los huecos pertrechos y en las entrepiernas causticas,
en el ojo que observa desde la oscuridad,
detenido en medio de esta voluptuosa nada.
Fotografía - Texto: Diego L. Monachelli