26 feb 2008

Ventanas.




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Realmente debo decir que aún me siento normal, bueno... no veo porqué no, pero el ser humano es un extraño laberinto y la normalidad es readaptable. Yo me considero normal, mis actividades son las de cualquier otro con la sutil diferencia que desde hace ya varios años llevo a cabo todos mis deseos, todos.
Posiblemente todo haya comenzado con esa fascinación por las ventanas, por los pequeños mundos que se mueven detrás de ellas, por esa débil línea que divide, ese delgado vidrio que separa constantemente todas las realidades.
Todos los días al salir de mi trabajo, ya en la vereda, encendía un cigarrillo y caminaba unas cuadras hasta la parada del colectivo. Siempre mis predilectas fueron las noches de verano; entonces observaba y hasta me detenía excitado ante las ventanas abiertas, solapado en la oscuridad y en silencio. En muchas oportunidades pronto reanudaba la marcha, la mayoría de la gente pasa su vida sentada a la mesa, frente al televisor, sin darse cuenta que las horas se suceden raudamente y a medida que pasan van simulando más reales sus estúpidos y vacíos rituales, a tal punto que ellos mismos creen que viven una gran vida.
Al subir al colectivo me acomodaba plácidamente, sabía que enfrentaba un viaje de una hora atravesando toda la ciudad, nada más maravilloso. El viaje consistía en un recorrido minucioso a través de distintos barrios, a modo de resumen de todos los de la ciudad. Comenzaba en una zona de fábricas, frigoríficos, casas altas y viejas, luego altos galpones y edificios, comercios, estación terminal de ómnibus, no sin pasar antes por un barrio de grandes casas, mansiones distinguidas donde nunca se veía a nadie. Más adelante el centro decadente y bullicioso donde todos acuden en busca de quién sabe qué. Tráfico, miles de ventanas abiertas, hombres y mujeres desfilando en el gran escenario, cumpliendo su trágico rol de diminutas piezas de la relojería infernal de un pueblo en decadencia. Pero todo eso, todas las historias que imaginé, cada una de ellas semejaron a nada en un instante; quizás alguna vez hubiese imaginado historia así, tal vez haya sucedido en el comienzo de todo, mas hace tanto que casi no lo recuerdo, es más, en ocasiones imagino que desde niño tuve tal fascinación, hasta quizás antes, pero lo cierto es que en un segundo, en un parpadeo, todo cambió.
Poco a poco se acercaba mi destino, ¿o debería decir que yo me acercaba a él? sea como sea, mi imaginación nunca se hubiese atrevido a tanto. Entregado a mi deleite al salir de mi trabajo, sin advertirlo siquiera, me detuve súbitamente. Delante de mí se abría un gran ventanal, detrás de un pequeño muro. Entre la verde hojarasca de una enredadera los blancos bordes relucían, unas lacias cortinas se mecían levemente, entreabiertas, con suaves modos, con sutil gracia. El aire viciado de costumbre se tornó dulce, espeso, podía sentirlo entrando en mí, delgado y dulce, cálido. Nada me detuvo, ninguno de los acostumbrados mecanismos de la psiquis, nada.
Di un salto, atravesé el diminuto paredón y el breve jardín hasta llegar al majestuoso ventanal. El aire, líquido, me recorría el cuerpo, las blancas telas, en su suave vaivén, semejaban a tersos gatos. Me recosté lentamente sobre la enredadera, pude escuchar en el silencio un chirrido como lejano y por un instante pensé que debía dejar de fumar.
En ese momento tuve la sensación de que nunca había reparado en aquella casa. Me sentí excitado y confundido, ¿tantos años y nunca la advertí? Ya mis manos se alzaban alcanzando las blancas cortinas, lentamente fui abriendo el íntimo telón, la función comenzaba al fin.
Una gran habitación inmóvil, las paredes cubiertas de pinturas y una extensa biblioteca, en el centro un robusto sillón de espaldas a mí. La casa respiraba en un profundo silencio. Ya no había retorno. Penetré el majestuoso ventanal cruzando detrás de mí suavemente las blancas telas. Mi pulso se agitaba ferozmente y recordé a Poe en el corazón delator. Ahora podía observar claramente que alguien estaba sentado en el sillón, me quedé inmóvil un instante y luego me saqué los zapatos con silenciosa precisión. La luz parecía dirigida al centro de la habitación, mi sombra apenas se arrastraba. Fue entonces cuando crujió el sillón como advirtiendo mi presencia, contuve mi agitada respiración. Giró lentamente hacia la izquierda, di un paso a la derecha, luego otro, el sillón aún giraba, otro más y otro... se detuvo. Un silencio inimaginable recorrió ese segundo.
Tuve la sensación de haber estado allí antes, algo imposible, pero esa sensación se acrecentaba. Quien estaba sentado en el gran sillón parecía jugar conmigo, se movía suavemente a la derecha y luego volvía donde comenzó, el rechinar se hacía insoportable; imaginé, en una vorágine de cosas, que había escuchado mis furiosos latidos. El sillón se mecía cada vez más rápido hasta voltear violentamente. Bañado en sudor me abalancé hacia él sin pensarlo siquiera y, con una vehemencia que parecía acumulado por siglos, trabé mis manos en su cuello. El anciano que allí estaba sentado no tuvo ningún gesto de resistencia, lo que me enfureció. Sus ojos se posaron serenamente sobre los míos, la aspereza de su larga barba debajo de mis manos parecía clavarse en ellas. Sus ojos, sus enormes ojos negros parecían saber quien era yo, parecía haber estado esperando por mí. Sus pómulos se tornaron rojos, lentamente se desvaneció, sin sobresaltos. Cayó al piso un gran libro de tapas negras que él tenía entre sus manos, lo tomé y salí corriendo.
Hasta llegar a la parada del colectivo que la gente me observaba desacostumbradamente, en ese instante me di cuenta que siempre había pasado desapercibido para todos. No sabía tolerar las miradas. Lo mismo sucedió al subir al colectivo, me senté en el último asiento individual y aferré al libro; creo que me dormí presa de un inusitado cansancio, el viaje pareció ser un abrir y cerrar de ojos. Entré a mi casa de prisa y me recosté en una silla. No podía entender lo sucedido, nada parecía habitual y al mismo tiempo todo, que es lo mismo, parecía guardar una antigua relación conmigo. Aún tenía entre mis manos el libro; sus gruesas tapas negras no tenían símbolos ni letras, eran extrañamente negras. Las hojas amarillentas parecían miles. Al abrirlo noté que éstas no tenían numeración y que estaban escritas con pluma, una delicada caligrafía las recorría de punta a punta, sin párrafos, sin capítulos, sin guardar ningún espacio.
Algo en él me pertenecía sin saber bien qué, las figuras de las letras, su trazo continuo, quién sabe. No sin temor busqué la última página y entonces pude leer:
“Yasabes,cuidatedetimismocuandoseasviejo,cierralaventanaynoolvidestuszapatos.”

Ilustraciones: Lucia Lemmi
Texto: Diego L. Monachelli
Del libro “Los Gorriones Suicidantes”

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